Sobre el Amor * Un cuento de Raúl Cordero
“Todo en el amor es triste, mas,
triste y todo, es lo mejor que existe”
Ramón de Campoamor.
Él se llamaba Manuel. Tenía treinta y
cinco años y era escritor, aunque no tenía mucho éxito. Escribía
sobre las miserias humanas, sobre el fracaso, la decepción y la
marginación. Escribía sobre el drama del día a día, el que está
en cada esquina, en las casas de tus vecinos, en la vida de ese
cliente que está delante de ti en la cola de la panadería. En
definitiva, escribía sobre la realidad; y eso no vendía.
Ella se llamaba María y tenía treinta
años. Una boda prematura con solo veinte primaveras, un marido
borracho y mujeriego que la pegaba día sí y día también, un
aborto provocado por una de esas palizas y una huida a media noche,
sin que él se enterara, hicieron que después de conseguir el
divorcio —y la incomprensión de unos padres anclados en un pasado
caduco—, se marchara de la pequeña ciudad donde vivía, se mudara
a Madrid, y se refugiara en un trabajo limpiando oficinas, que
encontró gracias a una amiga.
Manuel trabajaba en un periódico para
poder ganarse la vida, ya que sus, hasta el momento, dos
editadas novelas, no habían tenido mucho éxito ni de crítica ni de ventas. En aquel preciso momento de su vida andaba como un fantasma de editorial en editorial mostrando su último manuscrito sin suerte alguna.
editadas novelas, no habían tenido mucho éxito ni de crítica ni de ventas. En aquel preciso momento de su vida andaba como un fantasma de editorial en editorial mostrando su último manuscrito sin suerte alguna.
Fue una noche de verano, en la terraza
de un bar donde Manuel había parado para tomar algo, cuando María y
él se conocieron. Ella estaba allí sentada tomando algo con una
amiga, y él se sentó justo al lado de ellas. Pidió una cerveza y
se puso a ojear algo que había escrito. Una repentina ráfaga de
viento, de esas tan traicioneras que invaden el mes de septiembre,
hizo que varias páginas de su escrito volaran por lo aires, cayendo
algunas de estas sobre la mesa de María y su amiga. Las dos le
ayudaron, entre confusas y divertidas, a recoger los papeles.
Sería absurdo decir que en ese momento
hubo una mirada que los unió para toda la vida, o que sus manos se
rozaron sin querer y una corriente eléctrica les invadió el cuerpo,
o que en ese mismo momento descubrieron que acababan de conocer a la
persona con la que iban a compartir el resto de su vida.
No, no fue así.
Manuel les invitó a tomar algo para
darles las gracias por haberle ayudado y así entablaron
conversación. Les contó que era un escritor de poco éxito. No le
dio pudor reconocerlo, ya que siendo su principal fuente de
inspiración los fracasados y los marginados, era normal sentirse
como uno de ellos y admitirlo sin tapujos y, aunque sonara raro, casi
presumir de ello. Les comentó también que trabajaba en un periódico
para poder pagar facturas. La amiga de María se tuvo que ir por que
había quedado, por lo cual se quedaron los dos solos.
María se interesó por los dos
primeros libros que él había publicado, y le contó, sin entrar en
detalles, que un matrimonio fracasado y el ambiente asfixiante de un
pueblo que juzgaba a todos sus habitantes, hicieron que se buscara la
vida en Madrid. Por lo poco que contó ella y lo mucho que dedujo él,
Manuel intuyo una historia muy dolorosa detrás de sus palabras.
A María le gustó desde el primer
momento el tono sencillo con el que Manuel hablaba. No había en él
ni prepotencia ni soberbia ni ganas de impresionar. A él le encantó
la forma de preguntar que tenía ella y las ganas de aprender cosas
que no sabía.
Después de aquella noche se
despidieron pensando que no se volverían a ver. Pensando que aquel
había sido uno de esos encuentros casuales que solemos tener en
nuestra vida y que con el paso del tiempo olvidamos.
Transcurrieron un par de semanas y
Manuel continuó con su vida y su tour personal por las editoriales.
María continuó con la suya.
Quizá por casualidad, trascurridas
esas dos semanas, él pasó por delante de la terraza donde se habían
conocido. Y quizá, también fuera casualidad, que ella, esta vez
sola y sin su amiga, estuviera allí tomando algo después de salir
de trabajar. Fue María quien le vio. Aquella noche, mientras tomaban
algo juntos, ella le comentó que había leído sus dos libros, así,
del tirón, y que no le parecían tan mediocres como él los había
intentado poner. La única pega que puso es que eran demasiado
tristes y que no tenían finales felices. Incluso le habló del blog
que escribía en el periódico, comentándole
A partir de aquella noche, Manuel y
María empezaron a quedar de vez en cuando para tomar algo y hablar
de libros y cine.
A los dos meses Manuel le había
contado su vida entera, y ella se la había contado a él, incluyendo
el tema aborto y palizas del marido. Al cabo de un par de semanas
Manuel tuvo que reconocerse a sí mismo que estaba enamorado, como un
estudiante en primavera, de María. Y por lo poco —muy poco— que
él creía conocer a las mujeres, pensaba que ella sentía lo mismo
por él.
Dio tiempo al tiempo y esperó otras
semanas más para declararle sus sentimientos. Sabía, por las
cientos de conversaciones que habían tenido, lo que opinaba María
del amor y de mantener una relación seria con un hombre. Estaba muy
reciente lo de su marido y no quería comprometerse sentimentalmente
con nadie.
Manuel pensó muy bien, como escritor
que era, las palabras que utilizaría para decirle lo mucho que
sentía por ella, y que aunque a lo largo de su vida había sentido
algo parecido por algunas mujeres, no se podía comparar con aquello
que sentía en esos momentos. Era algo nuevo…distinto. Algo
maravilloso y sin que se pudiera tener comparación alguna con el
resto de los sentimientos que tenemos los seres humanos.
Alegría…ilusión…. ¿esperanza? Sí, por qué no. Esperanza
también. Para alguien tan pesimista sentir todo eso era maravilloso
y esclarecedor. Naturalmente, supuso, aquello que sentía era lo que
se llamaba amor, y que por eso, cuando veía a alguien enamorado,
pensaba en la cara de bobo que tenía. Pero ahora lo comprendía.
Ahora lo entendía. Eran caras de bobos justificadas. Como la que
veía todas las mañanas al mirarse al espejo. La cara que paseaba
por Madrid. La cara que quería lucir el resto de su vida.
Una noche en la que quedaron para cenar
y después ir al cine, Manuel se lo dijo. Fue entre el postre y el
café. Le dijo lo que sentía por ella torpemente (semanas ensayando
las palabras adecuadas para nada). Lo dijo sin avisar, como el que
empieza una conversación sobre el tiempo. María le miró a los ojos
durante unos segundos. Le miró como nunca le habían mirado. Manuel
no hubiera sabido explicar la mirada que le traspasó el alma para
confirmar que moriría por esos ojos en cualquier momento.
No fueron al cine.
Pasaron una noche de arrebato pasional,
de una lujuria primitiva que mezclada con el verdadero amor hace que
el sexo sea completamente maravilloso. Comportándose como dos seres
que sólo se van a ver esa noche y que no les importa lo que piense
el uno del otro. Dando libertad a deseos ocultos e incontrolables.
En esto pensaba Manuel cuando a cierta
hora de la madrugada se estaba fumando un cigarrillo mientras miraba
como dormía María. Grabo en su mente aquel momento. Los ojos, los
labios, los mofletes, la posición de las manos, el pelo sudado, el
olor a sexo que aun sobrevolaba la habitación, la posición, casi
fetal, de ella durmiendo. Todo lo grabó para que algún día, si se
sentía deprimido, recordar aquella imagen para recuperar la alegría.
A la mañana siguiente Manuel se
levantó antes que María para hacer café y tostadas. Pensó en
llevárselo a la cama, pero no tenía bandeja. María le sorprendió
en la cocina untando mantequilla al pan. Después de darse los buenos
días y desayunar casi en silencio, ella se vistió y se dispuso a
irse. Manuel fue a darle un beso a modo de despedida, pero ella
aparto sus labios y le indicó que se sentara.
De la boca de María salieron un sinfín
de palabras que Manuel encajo, delante de ella, como si fuera un
púgil profesional. María le habló de que tenía los mismos
sentimientos hacía él. Habló de su desconfianza hacía el amor y
de cómo, desde hacía algunos meses, había descubierto que le
amaba, pero que por miedo no se lo había dicho. Habló de cómo
respetaba su amistad lo suficiente como para no arriesgarla —si es
que no se había corrido ya demasiado riesgo con lo sucedido la noche
anterior— con una relación que podía salir mal por mucho que los
dos quisieran que saliera bien. Habló como si las palabras
estuvieran sacadas de un libro de Manuel. Habló del desengaño y la
decepción. Habló de una niña de apenas veinte años que creía en
príncipes azules y que ahora, con treinta, solo creía en reyes
destronados. Habló y habló. Le dijo que aquella noche lo había
pasado estupendamente y que lo mejor sería no verse en un par de
semanas. Le dijo que pasado un tiempo llamaría y que le gustaría
que volvieran a tratarse como los dos amigos que eran y olvidar lo
sucedido. Continuó hablando mientras Manuel escuchaba, y como si de
un estupendo actor se tratara, la despidió alegremente y dijo que
respetaría sus deseos. Dijo que se sentía un poco desalentado, pero
que eso no sería impedimento para que su amistad por ella no fuera
la misma. Evidentemente mintió, pero ella no se merecía sufrir más.
Ni siquiera por él.
Las dos semanas se convirtieron en
cuatro.
En ese tiempo Manuel retomó el libro
que había dejado de pasear por todas las editoriales hacía casi un
año.
Lo reescribió.
Por razones que desconocía se sentía
inspirado, y en apenas ese tiempo, más que reescribir el libro,
casi
escribió uno nuevo. Quizá fuera la depresión lo que le hacía
escribir tan rápido y bien, ya que aquello que plasmó en el papel
en aquel corto periodo de tiempo fue lo mejor que había escrito en
su vida.
Durante todo ese tiempo, Manuel y
María, ni se vieron ni se llamaron. Cada uno hizo su vida.
María quería a Manuel. Lo había
meditado mucho y sentía algo por él que no era normal. Pero la duda
la invadía. El miedo también. Siendo más joven había puesto todas
sus esperanzas en un hombre y este se las había roto en mil pedazos.
Ella era de naturaleza optimista, pero en asuntos de amor andaba con
pies de plomo. Desde que se había separado de su marido no había
vuelto a entregar su corazón a nadie, y no sabía si estaba
preparada para hacerlo. Por otra parte pensó que sería muy difícil
seguir siendo solo amigos después de lo sucedido aquella noche. Y
además, los dos sentían algo más que amistad. En otros momentos
pensaba que lanzarse al vacío e intentarlo no era tan complicado,
pero ¿qué garantías tenia de que no la volvieran a romper el
corazón? Ninguna. Lo mejor sería llamarle y decirle que su amistad
había sido muy bonita, pero que dada las circunstancias lo mejor
sería no volver a verse. Pensó en no llamarle más y que se diera
por enterado al no tener noticias de ella, evitando tener que verle y
que explicarse. Pero Manuel no se merecía eso. Como mínimo se
merecía unas palabras que justificaran su decisión.
Manuel también pensó en ese tiempo.
Pensó en cómo sería mantener una simple relación de amistad con
una persona a la que deseaba amar y hacerla madre de sus hijos. No
era posible. Lo que él quería era bastante más que una simple
amistad. Quería una persona con la que compartir penas y alegrías;
éxitos y fracasos; risas y lágrimas. Una mujer con la que llegar a
envejecer. Con la que compartir, como cantaba Serrat, cama y
macarrones. Quería a alguien para confiarle sus miedos. Quería
protegerla y cuidarla. Que ella le protegiera y le cuidara.
Comprendía, naturalmente, sus miedos y sus dudas. Los temores que
podía tener María respecto a lo de comenzar una relación con otra
persona eran totalmente lógicos. Conocía de sobra su historia y por
esa misma razón no había dado el paso de declararse antes.
Una tarde María le llamó por teléfono
y quedaron, en el mismo bar donde se conocieron, para tomar un café.
Fue extraño. Se sentaron uno enfrente
del otro sin decirse nada excepto un escueto, y casi obligado,
“Hola”. María no se atrevía a mirar a los ojos a Manuel,
mientras que él no apartaba la mirada de ella. Pasaron unos segundos
de incomodo silencio hasta que Manuel, convencido de decirle todo lo
que había pensado en ese tiempo sin verse, empezó a hablar.
Habló del futuro que tenía pensado
para los dos. De hijos. De pequeñas riñas y grandes
reconciliaciones. De sus ojos. Sus labios. De las ganas de verla
todas las mañanas al despertar. De la añoranza de esa historia que
todavía no había sucedido y de la palabra que le hacía tirar para
adelante todos los días, la cual era “María”. Habló de que
sabía los miedos que ella podía tener. De las dudas. De los
rencores que invadían la mente de ella debido a su ex-marido. Le
dijo que tuviera tranquilidad y fe. Esa fe que él nunca había
tenido pero que desde que la conocía, invadía todo su ser. Fe por
las personas. Le dijo que la quería.
Ella espero un rato largo, como
meditando las palabras de Manuel. Estuvo casi tentada de dejarse
arrastrar por esa pasión y ese amor que él le demostraba. Pero
recordó. Recordó y habló.
Le habló de que hacía tiempo, cuando
ella era más joven, alguien le dijo todos los “te quiero” y “te
adoro” que pudieran existir sobre la faz de la tierra. También
había sentido como esa persona irradiaba un amor ilimitado por ella.
También la miraba con esos ojos que solo los enamorados tienen.
También la acariciaba con ese tacto que solo el hombre que te ama
tiene. También sus besos la hacían sentirse segura. Le habló, a
Manuel, de que esas palabras y eso gestos a ella ya no le valían.
Ella necesitaba algo más. Algo distinto que le asegurara que la
persona a la que se entregara no le fallaría. Y no se refería, por
supuesto, a fallos tontos y sin importancia. Se refería a un fallo
en el que su corazón y su alma se destrozaran de tal manera que ya
no tuvieran arreglo. Una vez pudo reconstruir los trozos, dos veces
ya no sería capaz.
—Dime —le dijo en un tono de
ternura mezclado con dureza— ¿Qué puedes decirme que no me hayan
dicho ya y me dé la suficiente seguridad como para entregarte mi
corazón?
Él aparto sus ojos de ella por primera
vez en toda la conversación. Agacho la cabeza y se quedó en
silencio. Ella se levantó para marcharse. Entonces él volvió a
levantar su rostro mirando directamente al de ella y dijo:
—Desde que te conozco, todo lo que
escribo tiene final feliz.
Ella le miró fijamente a los ojos. Se
volvió a sentar en la mesa y poco a poco, casi a cámara lenta,
acerco su mano a la de él y la apretó fuertemente, casi con rabia.
Un, casi, mudo “Te quiero” y un, susurrado al oído, “Llévame
contigo para siempre”, fueron las palabras que acompañaron a ese
gesto de redención que es cada entrega de alma y corazón.
Imágenes por Pablo Melero.
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